Juan 8, 31-32 : «Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.»
Este texto es bueno para comenzar, porque nos hace llamar la atención sobre un pensamiento que fácilmente olvidamos cuando se trata de preguntas relacionadas con la religión, y que sin embargo es el pensamiento central en la religión. Nos hemos acostumbrado a ver la religión como algo que surge de la necesidad del alma humana y que ha de calmar esa necesidad. Algo que ha de conducir a nuestra inquieta existencia hacia la paz. Algo que ha de conducir a nuestra agitada vida hacia la tranquilidad. Algo que ―en la completa lejanía de nuestros quehaceres diarios― nos haga encontrarnos con nosotros mismos. Y decimos entonces que la religión es algo bonito, algo valioso, algo necesario en la vida. Decimos que es lo único capaz de hacer profundamente feliz al ser humano.
Pero olvidamos la pregunta decisiva sobre esto, la pregunta si la religión también es algo veraz, si ella también es la verdad. Pues, por cierto, podría ser que la religión sea bonita, pero que no sea verdad, y que todo ello sea una hermosa y piadosa ilusión, pero a fin de cuentas una ilusión. La lucha más agresiva en contra de la religión se ha desatado en el hecho de que muchas veces en la iglesia se ha hablado de madera tal, como si la pregunta por la verdad fuese secundaria en la religión. Quien así piensa, ve a la religión sólo desde el punto de vista del hombre y sus necesidades, y no desde el punto de vista de Dios y sus exigencias. Y por ello es importante que aquí, desde un principio, tengamos total claridad sobre lo siguiente ―y dejemos que el Nuevo Testamento nos lo diga― que a la religión sólo le importa esencialmente una cosa, ser verdad. La verdad es el bien más preciado, no solamente en la ciencia, sino ―aún mucho más, y más urgentemente― en la religión, sobre la que ―por cierto― queremos fundar nuestra vida.
¿Pero cómo reconozco que es verdad aquello de lo que habla la proclamación cristiana? Y aquí la Biblia nos da una respuesta bien curiosa: «Si vosotros permaneciereis en mi palabra». No es mediante investigaciones objetivas, ni razonamientos sinceros en torno a la verdad, ni búsquedas para encontrarla, sino sólo por el intento sincero de vivir ―una vez― de tal manera que la propia vida esté basada totalmente sobre la palabra de Cristo, de vivir ―una vez, total y absolutamente― con él, de ir tras él, de oírlo, de obedecerlo. Tan sólo quien haya arriesgado ―una vez― así ―totalmente― su vida, puede juzgar si Cristo es y dice la verdad. Y Cristo da la promesa: El que lo intente una vez, conocerá la verdad. Sólo en el vivir se conoce lo que es verdadero. Sólo en el combate se prueban las armas.
Y por último: «la verdad os hará libres». Ese es el don de la verdad. El que tiene a su favor el poder de la verdad es la persona más libre. No teme a nada. No está atado por nada, por ningún prejuicio, por ninguna inclinación a dejarse llevar por esperanzas engañosas; sino sólo atado a una cosa, a la verdad, que es la verdad de Dios, la que le confiere estabilidad a toda verdad. El que está con la verdad de Dios es en verdad libre. Dios, haznos libre. Amén.
Juan 8, 32 : «La verdad os hará libres.»
Ésta es quizás la frase más revolucionaria de todo el Nuevo Testamento. Por ello ésta no se dirige a las masas, sino que es comprendida sólo por unos pocos auténticos revolucionarios. Por ello ésta es una frase muy exclusiva. Esta frase es un misterio para la multitud o la multitud la convierte en una frase cliché. Y eso es lo más peligroso, ya que lo cliché mata lo revolucionario.
¿Quién es este exclusivo círculo de personas al cual se dirige esta frase? ¿Son los grandes revolucionarios políticos o científicos, y sus leales seguidores? ¿Son los libertadores de diversas naciones? ¿Son los partidarios del desarrollo y del conocimiento? ¿Dónde está y cómo es este círculo de personas para el cual, de alguna manera, esta frase es válida?
Cada uno de nosotros ya ha vivido alguna vez una situación parecida a la siguiente: Un grupo de personas adultas está reunido. En el transcurso de la conversación no se puede evitar un tema que para algunos de los presentes es extremadamente incómodo en lo personal. Se llegan a expresiones tortuosas y espantosamente forzadas, llenas de mentira y miedo. Un niño, que casualmente se encuentra presente y que naturalmente no comprende la situación, sabe de algo, que por cierto todos los demás también saben, pero que tímidamente ocultan. El niño se sorprende que los demás aparentemente no sepan aquello que él sí sabe, y ―por su parte― sencillamente lo dice no más. El grupo queda petrificado y espantado. [...] Lo que sucedió no es más que el hecho de que la verdad ha salido la luz, en la figura de ese niño que estaba sorprendido por los adultos. La palabra del niño ha puesto totalmente al descubierto a los adultos en su mentira, frente a sí mismos y entre ellos. Lo que aquí sucedió fue lo completamente revolucionario. ¿Y a través de quién sucedió? A través del niño asombrado, risueño, desprevenido, que decía las cosas así como eran. Sólo el niño fue libre.
Otra imagen: En las cortes de los príncipes, juntos a los caballeros, los cantores y poetas, estaba el que era el guardián de las costumbres y de las mentiras cortesanas. Éste era un hombre que ya en su vestimenta se veía que no pertenecía a todo aquello. Sobresalía. Estaba ridículamente vestido. Se le trataba como a uno que ―justamente, en el fondo― no era tomado en cuenta. Era una presencia de excepción en la corte. Y sin embargo se necesitaba esta excepción en cada corte. Él no formaba parte de ésta, pero era indispensable. Él era el bufón. Él era el único que le podía decir la verdad a todos, y cada uno la debía oír. En el fondo no era tomado en consideración, pero tampoco se quería prescindir de él. Así justamente nos pasa a nosotros con la verdad. Pero él era el único hombre libre en la corte.
Y ahora la tercera imagen. Si se ha entendido bien las imágenes anteriores, no será indigno ver aquí ―como parte de esta serie― la tercera imagen: Me refiero al hombre, golpeado y humillado, que con espinas fue coronado sarcásticamente como rey, y que llamándose a sí mismo rey de la verdad, está parado frente a su juez, Pilato, el que le hace ―pues― la inteligente ―pero mundanamente desesperanzadora― pregunta: «¿Qué es la verdad?». Esta pregunta dirigida hacia aquel que de sí mismo decía: «¡Yo soy la verdad!». Y él que ―pues― por ser la verdad, callado le devuelve a Pilato su pregunta: «¿Quién eres tú, Pilato, frente a mí, frente a la verdad?». Aquí acontece nada más que lo siguiente: que la verdad es crucificada, y que Pilato es juzgado por esta verdad crucificada. «¡No eres tú el que pregunta por la verdad, sino la verdad pregunta por ti!».
Vamos a prestar atención ―ahora que hemos oído hablar de verdad en el Nuevo Testamento― a esta tercera imagen, el crucificado rey de la verdad, al que oramos. El niño, el bufón, el crucificado: una singular selección de personas, de salvadores de la humanidad, de revolucionarios. Pues bien, ahora sabemos algo más, en quien pensar, cuando estemos oyendo la frase: La verdad os hará libres.
La verdad en la vida humana es algo desconocido, inusual, excepcional. Si en alguna parte se dice la verdad, es como si algo totalmente inesperado arremete ―repentina y violentamente― en nuestra vida. No es nada raro que se nos anuncie con toques de trompeta que ahora se nos dará a escuchar la verdad absoluta. Pero la verdad en el programa aún está lejos de ser auténtica verdad. Auténtica verdad se diferencia de las verdades estereotipadas, en que ésta desea algo bien determinado, que suceda algo, esto es, desatar al ser humano, liberarlo. Que a la persona de pronto se le abran los ojos, y pueda darse cuenta de que hasta ahora ha vivido en la mentira, en la ausencia de libertad, en el miedo, y pueda recibir la libertad. Y la Biblia es muy clara al respecto, al decir que el hombre está totalmente en la esclavitud y en la mentira, y que sólo la verdad ―que proviene de Dios― lo hará libre.
En la actualidad no es difícil hablar de la libertad [...] pero es muy difícil hablar de la libertad así como lo hace la Biblia. La verdad os hará libres, es en todos los tiempos sumamente inoportuno. Nuestra acción, nuestra fuerza, nuestro coraje, nuestra raza, nuestra moralidad, en resumen nosotros, nosotros nos haremos libres. Eso es comprensible, eso es popular. ¿Pero qué relación tiene ―en este contexto― esta sencilla palabra «libertad»? La palabra «libertad» se ha vuelto impopular. Sentimos que esta palabra tiene algo en contra de nosotros, sentimos que tiene un aguijón. Hoy en día, no hay nada más impopular que ―allí donde se pronuncian las palabras más grandilocuentes en asuntos religiosos, políticos o ideológicos― hacer la siguiente pregunta y con total objetividad: ¿Sí, pero es verdad todo ello? Justamente eso no se quiere oír. Eso suena muy crítico, muy destructivo, muy incomprensivo, lleno de frialdad, muy violento. Todos nosotros vivimos con un incesante e insuperable miedo a la verdad. También allí donde pensamos que no. Sí, allí donde incluso pensamos que nosotros ―nosotros mismos― somos los llamados a traer la verdad al mundo. Nosotros aún tememos que venga alguien con una mirada más profunda de la que nosotros tenemos, y que con su mirada nos cuestione de tal manera, que bajo ésta se derrumben todas nuestras palabras. Por puro temor hablamos aún más fuerte, así como si supiéramos la verdad.
Todos nosotros tenemos miedo a la verdad. Y este miedo es en el fondo nuestro miedo a Dios. Dios es la verdad y ningún otro. Y le tememos. Tememos a que de repente nos ponga en la luz de la verdad y que nos vaya a desenmascarar con nuestra mentira. La verdad es una fuerza, un poder, que es superior a nosotros y que en cualquier momento nos puede aniquilar. Ella no es el despejado cielo de los conceptos e ideas, sino la espada de Dios, el relámpago amenazante, que en forma destructiva y luminosa penetra la noche. La verdad es el mismo Dios vivo y su palabra, ahí donde caiga. Ante esta verdad el hombre debe morir. Pero como el hombre es inteligente y sabe esto, por eso se envuelve cada vez más profundamente en mentiras y apariencias. El no quiere ver la verdad porque no quiere morir. Por eso tiene que aprender a mentir cada vez con más astucia, más refinadamente, más profundamente, con más pensamientos e ideas. Sí, por eso trata de enredarse con tal profundidad en la mentira, que él mismo ya no sepa que está mintiendo, sino que crea que su mentira es verdad. [...]
[...] Sólo podemos vivir porque no vivimos en la transparencia de la luz, sino en la impenetrabilidad de la noche. [...]
Y no solamente insistimos en rebelarnos contra la afirmación de que hay mucha mentira en nosotros mismos y a nuestro alrededor, sino que nosotros mismos seamos esencialmente mentirosos. Nos vemos en la obligación de rebelarnos continuamente, hasta que acontece algo totalmente inesperado, es decir, hasta que acontece el hecho de que Dios mismo ―como verdad― nos encuentra, y que el mismo hace lo que nosotros no podemos hacer, esto es, ponernos frente a él, en la verdad. [...]
Y ahora acontece algo, sobre lo que ya no tenemos ningún poder, ahora acontece la verdad. Ella se nos aparece en forma extraña, no como inalcanzable magnificencia esplendorosa, no como claridad luminosa a la que nuestro corazón se siente obligado a rendirse, sino como la verdad crucificada, como el Cristo crucificado. Y la verdad nos habla. Nos pregunta: ¿Quién me ha crucificado a mí, que soy la verdad? Y en ese mismo momento ella ya responde: Mírame, esto es lo que tú has hecho; mea culpa, mea maxima culpa. Tú has aborrecido la verdad de Dios sobre ti. Tú la has crucificado. Y tú has levantado tu propia verdad. Tú creíste que sabías la verdad, que tenías la verdad, que podías hacer feliz a las personas con la verdad. Y a través de ello te has hecho dios. Tú le has robado a Dios su verdad, y ésta, en su lejanía de Dios, se convirtió en mentira. Tú creíste que podías construir la verdad, crearla, proclamarla. Pero te equivocaste con ello, con tu intento de ser dios, y con ello fracasaste. Tú has crucificado a la verdad.
Y si esto aún ha de sernos un acertijo de palabras, entonces oigamos a la verdad expresarse aún más claramente: Tú viviste como si sólo tú existieras en el mundo. Tú pensaste que en ti estaba la fuente de la verdad, verdad que solamente está en Dios. Y por ello odiaste a los otros, que hacen de igual manera. Tú pensaste que en ti estaba el centro del mundo y justamente esa fue la mentira. Tú veías a tus hermanos en el mundo como el reino de tu señorío, y no te dabas cuenta de que todos, tú y ellos, viven de la verdad de Dios. Tú te desgarraste de la comunión con Dios y del hermano, y pensaste que podías vivir solo. Tú odiaste a Dios y al hermano porque han contradicho tu verdad. Esa fue la mentira, por ello eres absolutamente mentiroso. Tu individualismo, tu odio, es la mentira. Por eso tú has crucificado a la verdad de Dios. Tú piensas que te has liberado cuando te desgarraste de la comunión y odiaste a la verdad. Pero tú te has vuelto esclavo, esclavo de tu odio, esclavo de tu mentira. El camino hacia la verdad, y hacia la libertad, está cerrado para ti. Éste conduce únicamente a la cruz, a la muerte. Así nos habla la verdad. Su última palabra sobre nosotros, con toda nuestra supuesta verdad, se llama muerte. Porque es ella misma, la verdad crucificada, la que nos habla como verdad viva. ¿Quién lo cree? ¿Hoy? ¿Mañana? ¿En el día del juicio?
Aquí se ha visto algo muy propio: Nuestra mentira es mentira contra Dios. Ella se rebela contra la realidad y la verdad de Dios, contra su comunión y gracia, contra su amor. Nuestra mentira odia el amor de Dios, porque ella piensa que no lo necesita. La esencia de nuestra mentira es odio, porque la esencia de la verdad de Dios es gracia y amor. Con ello queda claro que, verdad y mentira no solamente es algo que se dice, sino también que se hace, eso significa algo en lo cual se vive totalmente. Quien vive en la mentira, vive en el odio. Pero eso significa, que vive encadenado a sí mismo. Está atrapado a sí mismo. Es esclavo de sí mismo. Reconocer aquello es el primer reconocimiento de la verdad de Dios, un reconocimiento que sólo lo da Dios. Quien se reconoce esclavo de la mentira, del miedo y del odio, ya ha sido puesto por Dios en la verdad. Reconoce que toda su supuesta libertad era sólo esclavitud, y que toda su supuesta verdad era mentira. Y quien lo escucha, le sobreviene el hondo gemido de querer dejar atrás su ansiedad de salir del cautiverio: Señor, hazme libre de mí mismo. Y ahora de nuevo le sale al encuentro la palabra: La verdad os hará libres.
No son nuestras acciones, nuestro coraje, nuestra iglesia, nuestro pueblo, nuestra verdad, la que nos hará libres, sino sólo la verdad de Dios. ¿Por qué? Porque ser libre no significa ser grande en el mundo, ser libre contra el hermano, ser libre contra Dios, sino que significa ser libre de mí mismo, de la mentira de vivir como si sólo yo existiera, como si yo fuese el centro del mundo, ser libre del odio con el que descuido la creación de Dios, ser libre de mí mismo para el otro. Pero sólo la verdad de Dios es la que me permite ver al otro. Ella saca hacia fuera mi mirada, que está orientada hacia mí, y me muestra la presencia del otro. Y ella al hacerlo, hace en mí el acto del amor, el acto de la gracia de Dios. Ella destruye nuestra mentira y crea la verdad. Ella destruye el odio y crea el amor. La verdad de Dios es el amor de Dios, y el amor de Dios nos libra de nosotros mismos para el otro. Ser libre no significa otra cosa que estar en el amor. Y estar en el amor no significa otra cosa que estar en la verdad de Dios.
El hombre que ama, porque ha sido liberado por la verdad de Dios, es la persona más revolucionaria sobre la tierra. Él es la revolución de todos los valores. Él es la persona más peligrosa en la sociedad humana, peligrosa como un explosivo. Porque ha reconocido que los hombres son mentirosos en lo más profundo, y él siempre está dispuesto a dejar caer la luz de la verdad sobre ellos, y todo esto por amor. Pero precisamente esa perturbación, que llega al mundo a través de este hombre, es un desafío al odio del mundo. Y por ello el caballero de la verdad y del amor, no es el héroe que los hombres adoran y veneran, que está libre de enemigos, sino aquel que es expulsado por éstos; que quieren deshacerse de él, que lo declaran fuera de la ley, que le dan muerte. El camino, que la verdad de Dios recorrió en el mundo, conduce hacia la cruz. De allí sabemos que toda verdad que quiera sostenerse ante Dios, debe ir a la cruz. La comunidad que sigue a Cristo debe ir con él a la cruz. Ella, por su amor a la verdad y libertad, va a ser odiada por el mundo. [...]
Todos nosotros ―cada uno individualmente y todos en conjunto― sentimos la aplastante carga de nuestras cadenas. Dios, clamamos por tu libertad. Pero, oh Dios, guárdanos, que no lleguemos a soñar con imágenes engañosas de libertad y quedemos en la mentira. Danos tú la libertad, la que nos pone totalmente en tu presencia, en tu gracia. Señor, haznos libre con tu verdad que es nuestro Jesucristo. Señor, esperamos tu verdad.